miércoles, 9 de febrero de 2011

Pregunta con sustento.



Por la salud de la República (alusión salutífera sin doble sentido), los ciudadanos deberían sostener y repetir la pregunta que Carmen Aristegui hizo la semana pasada: "¿Tiene o no problemas de alcoholismo el presidente de la República?"

El planteamiento de la muy respetada periodista no surgió de súbitos procesos especulativos o de una ocurrencia personal, sino del análisis consecuente que hizo de hechos noticiosos de indudable interés público: la colocación en la tribuna de la cámara federal de diputados de una manta en que se hacía referencia a la incapacidad de gobierno de Felipe Calderón a causa de supuestos problemas etílicos. La presentación rigurosa de esos hechos –con la exhibición en pantalla de la famosa manta, que en otros ámbitos periodísticos fue cuidadosamente aludida– fue acompañada –como usualmente sucede en un noticiero de autoría opinante como han sido los que Aristegui ha conducido– de una serie de reflexiones que en esencia abogaron por la preminencia de la información pública sobre los rumores insistentes: Los Pinos debería aclarar tan peculiar punto, dado que se multiplican los señalamientos acusatorios, al grado de que ese día habían llegado con escándalo al resonante foro de una de las dos cámaras integrantes de uno de los tres poderes republicanos e incluso se había suspendido su sesión de trabajo y se habían producido escaramuzas preocupantes.

La pregunta de Aristegui y su contexto devinieron, sin embargo, en un hecho que pareciera darle inmediata y autoritaria respuesta positiva: a la periodista de medios electrónicos no alineada a las reglas de control impuestas por el gobierno felipista, fugitivo de sí mismo, se le impuso un castigo con ánimos ejemplarizantes: el despido del noticiero matutino que en MVS conducía, bajo la acusación poco sostenible de que era una transgresora (recuérdese que tal era el término preferido por el Ejército para referirse a los insurrectos zapatistas) de un hasta ahora cuasi clandestino código ético al que la voz popular reclasificó como etílico, sobre todo en las redes sociales (interesados pueden ver el registro de cuchufletas que se alojaron en Twitter, en la cuenta @julioastillero y, en menor medida, en Julio Astillero, en Facebook).

Aun cuando MVS asumió directamente la responsabilidad del despido, y Aristegui había guardado silencio hasta el momento de cerrar esta columna (un par de horas antes de su programa en CNN en español, donde expresamente le garantizaron continuidad y respeto), una gran ola crítica situó en Los Pinos el centro de mando de la operación censora. Tal suposición extendida tiene sustento, pues el ocupante de esa residencia oficial mantiene una política de control gerencial de muchos medios de comunicación, en especial de electrónicos, a los que concede un papel preponderante en la fabricación de las percepciones sobre el quehacer público. La presente administración federal –durante la cual ya antes Aristegui había sido contractualmente echada de los micrófonos de la W, y a cuya cuenta represiva también hay que abonar el caso de José Gutiérrez Vivó– se ha esmerado en tener en un puño a quienes desde micrófonos y pantallas a su vez cobran caro por ese sometimiento manual: el precario poder político de Los Pinos se ha atrincherado en el manejo faccioso de los recursos públicos dirigidos a publicidad en los medios de comunicación y, en especial, en el amago y malabarismo jurídico respecto a las condiciones de funcionamiento y temporalidad de las concesiones y, con veneno especial, en el refrendo de éstas.

La impresentable coartada de MVS y el sabido autoritarismo explosivo de Los Pinos acabaron concediendo un estado de veracidad a lo que hasta ahora no se ha podido demostrar jurídica o médicamente, aunque en los corrillos políticos y periodísticos es una especie mencionada con líquida, fluyente frecuencia: el excesivo consumo de bebidas alcohólicas en el circulito íntimo de Los Pinos y la toma de decisiones en esos contextos húmedos que propician los peores humores y las más nefastas acometidas. No se trata, como quiso ubicarlo su principal adversario político, Andrés Manuel López Obrador, de un asunto correspondiente a la vida privada de un ciudadano apellidado Calderón Hinojosa, sino de la responsabilidad colectiva que tiene una persona que ejerce las máximas funciones públicas –haiga llegado a ellas como haiga llegado– y que consume una cantidad importante de recursos del erario en su mantenimiento equilibrado y sano para así poder cumplir las funciones de interés nacional que le han sido encomendadas o, en el caso, que violentamente se encomendó.

En ese contexto, con un país hundido en la narcoviolencia sin control, con una clase política ineficaz, corrupta y en muy buena parte adicta también al consumo de alcohol en exceso –¿cuál gobernador no? ¿cuántos diputados y senadores? ¿cuánto gastan las casas estatales de gobierno en bebidas alcohólicas?–, con un proceso de envilecimiento del periodismo y la discusión pública (ayer, Bozzo y Niurka continuaban ensuciando aún más las pantallas, en una degradación pensada para centrar la atención masiva acrítica en tonterías manipuladas) y en medio de la obsesión bélica de Calderón por controlar todo cuanto le es necesario para intentar una relección por interpósita persona, es justo y necesario, en términos periodísticos, políticos, sociales y éticos, preguntar, como deberíamos hacerlo todos los mexicanos: "¿Tiene o no problemas de alcoholismo el presidente de la República?"

Y hablando del Borrachales:

La profesora Gordillo ha recibido un primer obús de Los Pinos ahora que ha decidido separarse del calderonismo para reinsertarse en el priísmo, aliada con Peña Nieto. La aceptación oficial del Sindicato Independiente de Trabajadores de la Educación de México es una amenaza al control marcial que hasta ahora ha ejercido la chiapaneca con las excepciones sabidas, ya históricas, de ciertas zonas donde domina la CNTE... Y, mientras sigue la matanza de jóvenes y niños, ¡hasta mañana, con la Corte en vías de cargarse más a la derecha.

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