Horizontes:
Buena parte de las dificultades que históricamente han dividido a México y Estados Unidos es que, siendo el segundo más fuerte, rico y próspero que el primero, muchos mexicanos han deseado incorporarse de una u otra forma a ese atractivo modelo económico, social y político. Quizá los sentimientos antiestadunidenses que afloran en la historia oficial, en discursos públicos y en conversaciones privadas, tienen menos que ver con la forma de ser estadunidense y más con el hecho de que sufrimos un constante rechazo de nuestros vecinos, repudio expresado de diversas formas. Agustín de Iturbide dijo, a quien sería el primer embajador de Estados Unidos en este país, Joel Poinsett, que nosotros no teníamos ni la tradición ni la cultura para adoptar un régimen democrático (la tesis conservadora). No deja de ser irónico que muchos liberales, que sí deseaban la democracia como forma de gobierno, terminaran convencidos de que, en efecto, México no podría instaurar un régimen democrático por sí mismo y que sería mejor integrarnos a Estados Unidos, es decir, a una democracia ya establecida, a la cual podríamos asimilarnos más fácilmente.
Ejemplo emblemático de ello lo es el liberal Lorenzo de Zavala, notable político e intelectual mexicano, quien, al escoger entre democracia y nacionalidad, eligió la primera al apoyar la independencia de Texas, de la cual fue primer vicepresidente. Pero Zavala no era el único que así pensaba. Aun en la experiencia traumática de la guerra de 1847, en la que perdimos la mitad del territorio, se expresaba la dualidad amor-odio hacia esa pujante república. Por ejemplo, el ex gobernador de Zacatecas, Manuel González Cosío, escribió a Valentín Gómez Farías: “Si como la posición geográfica de nuestro desgraciado estado es tan central, si fuera limítrofe, siquiera como Chihuahua, habríamos proclamado nuestra independencia y aun nuestra unión a los EU. Sí, nuestra unión a aquella República, porque en la forzosa y dura alternativa de perder la libertad o la nacionalidad, la elección es muy obvia. Texas ha hecho mil veces bien, y lo mismo hará California”.
Nicholas Trist, el negociador estadunidense de la paz con México, reportaba a su gobierno que los liberales más extremos hacían esfuerzos por prolongar la guerra para así allanar el terreno a una anexión total, y de esa manera podría prevalecer, por vía indirecta, la democracia en este territorio: “Que México vaya a convertirse en parte de los EU, es algo seguro —le decían—. ¿Y por qué no hacerlo hoy en lugar de esperar diez o veinte años más? Si ya están aquí, ¿por qué no se quedan?”. Pero mientras muchos mexicanos animaban el anhelo de incorporarnos a la Unión Americana, allá mismo se sostenía un intenso debate sobre si quedarse sólo con una parte del territorio mexicano o de una vez anexarlo todo. Las razones de quienes se oponían a la anexión total eran, por un lado, el hecho de que en el Congreso se había puesto la condición de que todo territorio nuevo estaría libre de esclavitud. Por lo cual, los esclavistas no vieron con buenos ojos la anexión total, pues quedarían en franca minoría. Pero otra razón poderosa fue la de quienes creían que, de anexarse todo México (con sus cerca de ocho millones de habitantes), las instituciones democráticas se desvirtuarían, no podrían soportar el peso de tantos nuevos ciudadanos que nada sabían de civilidad y democracia. Las sabias y eficaces instituciones estadunidenses —sostenían— se habían diseñado para población blanca, no para una raza mestiza “que había heredado todos los vicios de sus dos raíces étnicas, y ninguna de sus virtudes”. Ganó, pues, la posición de quienes sólo querían anexar los territorios menos poblados de México, con cerca de 100 mil mexicanos, que como quiera podrían ser asimilados sin que reventaran sus instituciones y forma de vida.
Hoy en día, cerca de 20 millones de mexicanos han sido asimilados adecuadamente a la forma de organización económica y política de Estados Unidos, y la gran mayoría se ha adaptado muy bien.
Inclusive, indeseables prácticas y conductas que son habituales en México, se transforman allá relativamente pronto, a causa de los fuertes incentivos económicos, sociales y políticos que el modelo estadunidense suscita en los emigrantes mexicanos.
El problema es que son también muchos los estadunidenses que, como en el siglo XIX, nos siguen considerando un elemento alienante, difícil de integrar y, por ende, francamente indeseable.
Jose Antonio Crespo.
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