Es cierto, el problema de la inseguridad y el crimen organizado ha llegado a tal grado de complicación que ninguna estrategia de mediano plazo parece suficiente para enfrentarlo con relativa eficacia. Ya no acepta soluciones fáciles ni automáticas ni menos mágicas. Probablemente nos llevaremos demasiado tiempo antes de poder siquiera aminorar sus graves efectos sociales, políticos, económicos e institucionales (que hoy por hoy, son crecientes). El gobierno de Felipe Calderón demasiado fácilmente asocia la crítica a sus estrategias con un respaldo implícito a los cárteles. No he oído ni leído a nadie que, sin estar de acuerdo con la forma de enfrentar el problema por parte del gobierno, proponga no hacer nada ni, muchos menos, justifique o reivindique a los capos. Pero es cierto que, conforme pasa el tiempo, las alternativas se estrechan cada vez más. Y por eso el gobierno responsabiliza a sus antecesores en el poder de haber permitido que se llegase a la actual situación. De haber actuado con firmeza y oportunidad, dice, otro gallo nos cantara. Probablemente.
Pero el origen real del problema -no sólo en México sino mundialmente- va más allá: radica en el esquema de la prohibición a las drogas que, lejos de detener su producción o consumo, genera efectos nocivos y expansivos a toda la sociedad, y no sólo al relativamente reducido grupo de adictos (que en México es 0.5 % de la población). Claro, el impulsor de ese esquema fue el país con mayor consumo de drogas, pero se aseguró que los costos de combatir la oferta cayeran en sus vecinos al sur del río Bravo, para ahorrárselos en su propio territorio (como esencialmente lo ha podido hacer).
Los costos del consumo de droga se concentran fundamentalmente en los adictos; los consumidores moderados de droga (aun de los mortíferos tabaco y alcohol) pueden llevársela tranquila toda la vida. Pero la prohibición y el consecuente combate armado a la oferta han expandido los costos a toda la sociedad, consuman o no drogas, pues se pone en riesgo la seguridad, las instituciones, la democracia, la economía y el Estado. La prohibición misma, combinada con una gran demanda en Estados Unidos (y Europa), se tradujo en exorbitantes ganancias para los cárteles. Y esa enormidad de dinero permite comprar todo tipo de armamento, corromper a quien haga falta, neutralizar o eliminar a diversas autoridades, según convenga. Permite también reclutar a sicarios, profesionistas, cultivadores, pilotos, mulas, etcétera, mientras el dinero alcance (y alcanza para mucho). También, incentiva a muchos a vivir fuera de la ley, arriesgar su libertad y su propia vida, a cambio de lujos y dinero que jamás podrían tener legalmente.
El problema se ha complicado en México, pues en algún momento, no muy lejano, al perderse el control (o los acuerdos) de y con los cárteles, éstos han decidido utilizar su poder para obtener dinero de otras actividades ilícitas que, esas sí (a diferencia del consumo de drogas), implican víctimas involuntarias, y no pueden enfrentarse con una política como la despenalización. El Estado es en principio capaz de enfrentar con cierta eficacia delitos como la extorsión y el secuestro cuando son cometidos por bandas menores, sin demasiados recursos ni organización (como la del Mochaorejas o la de Los Petriciolet). En cambio, no se da abasto para enfrentar a los cárteles más grandes, que cometen actos de terrorismo, someten a comunidades enteras, avasallan a las policías locales e infiltran a la federal, confrontan al Ejército (aunque jamás lo vayan a derrotar, que tampoco es su propósito), controlan y corrompen al sistema carcelario, así como autoridades de diverso nivel.
Así pues, de un problema de salud pública relativamente menor y bastante tratable (que afecta esencialmente al pequeño universo de adictos), pasamos a uno mucho mayor de seguridad pública, que eventualmente escaló a otro de seguridad nacional. Ni siquiera corrigiendo el error original de la prohibición de las drogas podremos hoy resolver sus complicaciones posteriores. Es cierto que la despenalización no resuelve todo el problema, pero tampoco se gana nada con preservar la prohibición ad infinitum. Pero despenalizando algunas drogas se podría al menos drenar una parte no pequeña de los ingresos de los cárteles, con los que logran desafiar al Estado. Sobre todo, resulta absurdo preservar aquí la prohibición de, por ejemplo, la marihuana, que concentra a 80% de consumidores de drogas en Estados Unidos, justo cuando allá se avanza rápidamente hacia su despenalización.
Pero el origen real del problema -no sólo en México sino mundialmente- va más allá: radica en el esquema de la prohibición a las drogas que, lejos de detener su producción o consumo, genera efectos nocivos y expansivos a toda la sociedad, y no sólo al relativamente reducido grupo de adictos (que en México es 0.5 % de la población). Claro, el impulsor de ese esquema fue el país con mayor consumo de drogas, pero se aseguró que los costos de combatir la oferta cayeran en sus vecinos al sur del río Bravo, para ahorrárselos en su propio territorio (como esencialmente lo ha podido hacer).
Los costos del consumo de droga se concentran fundamentalmente en los adictos; los consumidores moderados de droga (aun de los mortíferos tabaco y alcohol) pueden llevársela tranquila toda la vida. Pero la prohibición y el consecuente combate armado a la oferta han expandido los costos a toda la sociedad, consuman o no drogas, pues se pone en riesgo la seguridad, las instituciones, la democracia, la economía y el Estado. La prohibición misma, combinada con una gran demanda en Estados Unidos (y Europa), se tradujo en exorbitantes ganancias para los cárteles. Y esa enormidad de dinero permite comprar todo tipo de armamento, corromper a quien haga falta, neutralizar o eliminar a diversas autoridades, según convenga. Permite también reclutar a sicarios, profesionistas, cultivadores, pilotos, mulas, etcétera, mientras el dinero alcance (y alcanza para mucho). También, incentiva a muchos a vivir fuera de la ley, arriesgar su libertad y su propia vida, a cambio de lujos y dinero que jamás podrían tener legalmente.
El problema se ha complicado en México, pues en algún momento, no muy lejano, al perderse el control (o los acuerdos) de y con los cárteles, éstos han decidido utilizar su poder para obtener dinero de otras actividades ilícitas que, esas sí (a diferencia del consumo de drogas), implican víctimas involuntarias, y no pueden enfrentarse con una política como la despenalización. El Estado es en principio capaz de enfrentar con cierta eficacia delitos como la extorsión y el secuestro cuando son cometidos por bandas menores, sin demasiados recursos ni organización (como la del Mochaorejas o la de Los Petriciolet). En cambio, no se da abasto para enfrentar a los cárteles más grandes, que cometen actos de terrorismo, someten a comunidades enteras, avasallan a las policías locales e infiltran a la federal, confrontan al Ejército (aunque jamás lo vayan a derrotar, que tampoco es su propósito), controlan y corrompen al sistema carcelario, así como autoridades de diverso nivel.
Así pues, de un problema de salud pública relativamente menor y bastante tratable (que afecta esencialmente al pequeño universo de adictos), pasamos a uno mucho mayor de seguridad pública, que eventualmente escaló a otro de seguridad nacional. Ni siquiera corrigiendo el error original de la prohibición de las drogas podremos hoy resolver sus complicaciones posteriores. Es cierto que la despenalización no resuelve todo el problema, pero tampoco se gana nada con preservar la prohibición ad infinitum. Pero despenalizando algunas drogas se podría al menos drenar una parte no pequeña de los ingresos de los cárteles, con los que logran desafiar al Estado. Sobre todo, resulta absurdo preservar aquí la prohibición de, por ejemplo, la marihuana, que concentra a 80% de consumidores de drogas en Estados Unidos, justo cuando allá se avanza rápidamente hacia su despenalización.
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