La Cámara de Diputados aprobó una Ley sobre Refugiados y protección complementaria con el propósito de introducir en el derecho interno, disposiciones vigentes desde hace muchos años en el orden internacional. Se trata de un avance sustantivo que fue, no obstante, empañado por el prurito de mantener escapatorias para su incumplimiento.
La concesión del asilo fue orgullo de la conducta exterior mexicana. Así, las decisiones visionarias de Cárdenas cuando la Guerra Civil española y la protección a los perseguidos por las dictaduras en Chile, Guatemala, Argentina, Brasil y otros países hermanos. La defensa de esas vidas implicó, en ocasiones, heroísmo diplomático y constituyó definición política irrecusable. Generó también la leyenda del candil y la oscuridad.
Nuestro comportamiento ante los refugiados ha sido diferente. Estos ingresan al país de manera espontánea y con frecuencia “no saben que lo son”. El gobierno debiera concederles un estatuto especial, de acuerdo a su condición, que casi siempre les regateó. Se distinguen de los otros migrantes en que no se desplazan por razones económicas o aventureras, sino por acontecimientos políticos y amenazas a su libertad, propiedad o seguridad.
Las Naciones Unidas codificaron ese fenómeno en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967. Estos instrumentos fueron ratificados por México hasta abril del 2000: 49 años después de que apareció el primero.
Tal retraso desnudó la resistencia de las autoridades migratorias a conceder la protección y su tenacidad en cerrar el paso por la frontera sur, en consonancia con la política de Washington, que no podrá sellar nunca la frontera norte.
Lo asumimos una vez apaciguadas las revoluciones centroamericanas —después del niño ahogado— y mucho después de haber establecido, a comienzo de los ochenta, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados. Esta fue creada por las gestiones del Alto Comisario de la ONU, quien denunciaba la dicotomía entre los informes triunfalistas de la Cancillería y el hostigamiento que se observaba en la realidad.
El doble lenguaje no ha terminado —se antoja parte de nuestra naturaleza. Tampoco la ignorancia. Por eso la mayoría de la Cámara rechazó, sin discutirlas, las enmiendas que presenté en el pleno. La primera fue para cambiar el título de la ley a fin de llamar “protección ampliada” a la que se designa “complementaria”. No se trata de complementar un estatuto que ya se otorga, sino de ampliarlo a otras categorías de personas.
El afán es sustantivo. La declaración de Cartagena de 1984 había extendido la protección original que se concedía a los perseguidos por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opinión política. Había ya incluido los casos de violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos y violación masiva de los derechos humanos. Propusimos ampliarla a cualquier forma de vulneración de derechos fundamentales, pero no quisieron o no entendieron.
Objetaron que la denegación de esa prerrogativa pudiera impugnarse ante la CNDH. Tampoco respetaron el texto original, que establece los “temores fundados como causal del refugio”. A contrapelo del derecho internacional y de la lógica, definieron éstos como “actos y hechos reiterados” o “acumulación de acciones”.
Cambiaron una situación subjetiva –aunque fundada— por otra que requiere la comprobación de circunstancias que ocurrieron en el pasado y en otro país. Una puerta franca a la discrecionalidad que haría nugatoria toda la ley.
Propusimos un artículo transitorio para dejar sin efecto las reservas que el Gobierno introdujo en esos mismos instrumentos, a pesar de haberlos suscrito. Prefirieron mantener flagrantes contradicciones entre la ley adoptada y nuestra posición jurídica exterior.
El pretexto: que el Congreso carece de competencia en política exterior, a pesar que legisle sobre ella y el Senado ratifique los Tratados. Qué tontería.
Urge una reforma constitucional en profundidad que esclarezca competencias, elimine subterfugios y fije el rumbo de una política exterior de Estado.
La concesión del asilo fue orgullo de la conducta exterior mexicana. Así, las decisiones visionarias de Cárdenas cuando la Guerra Civil española y la protección a los perseguidos por las dictaduras en Chile, Guatemala, Argentina, Brasil y otros países hermanos. La defensa de esas vidas implicó, en ocasiones, heroísmo diplomático y constituyó definición política irrecusable. Generó también la leyenda del candil y la oscuridad.
Nuestro comportamiento ante los refugiados ha sido diferente. Estos ingresan al país de manera espontánea y con frecuencia “no saben que lo son”. El gobierno debiera concederles un estatuto especial, de acuerdo a su condición, que casi siempre les regateó. Se distinguen de los otros migrantes en que no se desplazan por razones económicas o aventureras, sino por acontecimientos políticos y amenazas a su libertad, propiedad o seguridad.
Las Naciones Unidas codificaron ese fenómeno en la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951 y su Protocolo de 1967. Estos instrumentos fueron ratificados por México hasta abril del 2000: 49 años después de que apareció el primero.
Tal retraso desnudó la resistencia de las autoridades migratorias a conceder la protección y su tenacidad en cerrar el paso por la frontera sur, en consonancia con la política de Washington, que no podrá sellar nunca la frontera norte.
Lo asumimos una vez apaciguadas las revoluciones centroamericanas —después del niño ahogado— y mucho después de haber establecido, a comienzo de los ochenta, la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados. Esta fue creada por las gestiones del Alto Comisario de la ONU, quien denunciaba la dicotomía entre los informes triunfalistas de la Cancillería y el hostigamiento que se observaba en la realidad.
El doble lenguaje no ha terminado —se antoja parte de nuestra naturaleza. Tampoco la ignorancia. Por eso la mayoría de la Cámara rechazó, sin discutirlas, las enmiendas que presenté en el pleno. La primera fue para cambiar el título de la ley a fin de llamar “protección ampliada” a la que se designa “complementaria”. No se trata de complementar un estatuto que ya se otorga, sino de ampliarlo a otras categorías de personas.
El afán es sustantivo. La declaración de Cartagena de 1984 había extendido la protección original que se concedía a los perseguidos por razones de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un grupo social u opinión política. Había ya incluido los casos de violencia generalizada, agresión extranjera, conflictos internos y violación masiva de los derechos humanos. Propusimos ampliarla a cualquier forma de vulneración de derechos fundamentales, pero no quisieron o no entendieron.
Objetaron que la denegación de esa prerrogativa pudiera impugnarse ante la CNDH. Tampoco respetaron el texto original, que establece los “temores fundados como causal del refugio”. A contrapelo del derecho internacional y de la lógica, definieron éstos como “actos y hechos reiterados” o “acumulación de acciones”.
Cambiaron una situación subjetiva –aunque fundada— por otra que requiere la comprobación de circunstancias que ocurrieron en el pasado y en otro país. Una puerta franca a la discrecionalidad que haría nugatoria toda la ley.
Propusimos un artículo transitorio para dejar sin efecto las reservas que el Gobierno introdujo en esos mismos instrumentos, a pesar de haberlos suscrito. Prefirieron mantener flagrantes contradicciones entre la ley adoptada y nuestra posición jurídica exterior.
El pretexto: que el Congreso carece de competencia en política exterior, a pesar que legisle sobre ella y el Senado ratifique los Tratados. Qué tontería.
Urge una reforma constitucional en profundidad que esclarezca competencias, elimine subterfugios y fije el rumbo de una política exterior de Estado.
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