El michoacanazo y sus secuelas dejan al calderonato ante una encrucijada ineludible: o sufre de una ineptitud inconmensurable en materia de procuración de justicia (y en otras, claro) y ya podemos dar por perdida la guerra contra la delincuencia, o bien es una dictadura mendaz que siembra droga en los bolsillos de sus opositores para hacerlos a un lado y ganarles elecciones a la mala.
Por lo pronto, y a reserva de que el desgobierno federal demuestre que actuó de buena fe y que no guardaba contra los imputados un designio distinto al de hacer cumplir la ley, lo ocurrido a 34 de los 35 funcionarios y alcaldes michoacanos encarcelados por Calderón se parece mucho a una privación ilegal de la libertad o, más precisamente, a un secuestro de Estado, cuya recompensa no se pensó en pesos ni en dólares sino en sufragios. La debilidad de las acusaciones deja entrever que el propósito principal de Medina Mora y de García Luna no era llevar a los capturados ante un tribunal, sino exhibirlos en la televisión.
La diferencia entre esto y las tradicionales prácticas autoritarias del priísmo es que las segundas eran operadas con mayor perversión, refinamiento y sentido político. Pero, en el fondo, la criminalización por muestreo del perredismo michoacano no es diferente a las acusaciones infames montadas contra los presos políticos del 68, a las persecuciones echeverristas y lopezportillistas de dirigentes sociales, al quinazo salinista o a las órdenes de aprehensión dictadas por el zedillato contra reales o presuntos militantes zapatistas, con el panista Lozano Gracia como ejecutor.
Cuando ocupó la presidencia, Fox copió sin pudor ni astucia aquellas formas de hacer política: persiguió judicialmente a López Obrador y fabricó contra dirigentes de San Salvador Atenco y de Oaxaca unos delitos tan falsos que los acusados ya están libres.
La parcialidad de la procuración de justicia en tiempos de Calderón es escandalosa. La criminalización regular de opositores políticos y sindicales contrasta con la impunidad que se otorga a integrantes del gabinete y a gobernadores panistas sospechosos, por un sinnúmero de indicios, de múltiples acciones delictivas.
Las distorsiones judiciales para mantener el control político son uno de los elementos (además de la corrupción, la política económica depredadora, el manejo patrimonialista de los recursos públicos, el recurso al fraude electoral) que permiten afirmar que de 2000 a la fecha el único cambio experimentado por el régimen antidemocrático es de logotipos y colores. La resistencia al desgobierno panista es la expresión de una lucha más larga y de mayor aliento contra un grupo político, empresarial y mediático que controla el país y sus instituciones cuando menos desde 1988 y que incluye a los priísmos representados por Peña Nieto y Beltrones, al grupito gestor del calderonato, a la mafia gordillista y a delincuencias menos presentables. La pretensión de aliarse a una de ellas para cerrar el paso a otras equivale a hacer migas con el Cártel del Pacífico para enfrentar al del Golfo, como algunos sospechan que ha venido ocurriendo.
En esas andan, por cierto, Manuel Camacho, Jesús Ortega y sus seguidores (camachuchos, para abreviar): tratando de convencer a medio mundo de que para derrotar a Drácula hay que irse a la cama con el Hombre Lobo, o al revés; a lo que puede verse, ya se les olvidó que el objetivo principal era más bien demoler la casa de los sustos. Significativamente, sus aspavientos contra Peña Nieto son fingidos: la prueba es que, en su discurso, la figura central de enemigo no la ocupan el PRI y el mexiquense, sino López Obrador y el movimiento aglutinado en torno a él.
La descolocación es tan grotesca y obvia que parece fruto de una grave indigencia intelectual o bien de una transacción político-pecuniaria como las que documentadamente realiza el calderonato. Pero como uno queremos ser mal pensados, supongamos mejor que los camachuchos padecen de eso que se conoce como síndrome de Estocolmo y que consiste, para decirlo en lenguaje llano, en el cariñito y la complicidad que el rehén desarrolla hacia su secuestrador: en este caso, Felipe Calderón, principal responsable del golpe político-policial contra el perredismo conocido como michoacanazo.
Por lo pronto, y a reserva de que el desgobierno federal demuestre que actuó de buena fe y que no guardaba contra los imputados un designio distinto al de hacer cumplir la ley, lo ocurrido a 34 de los 35 funcionarios y alcaldes michoacanos encarcelados por Calderón se parece mucho a una privación ilegal de la libertad o, más precisamente, a un secuestro de Estado, cuya recompensa no se pensó en pesos ni en dólares sino en sufragios. La debilidad de las acusaciones deja entrever que el propósito principal de Medina Mora y de García Luna no era llevar a los capturados ante un tribunal, sino exhibirlos en la televisión.
La diferencia entre esto y las tradicionales prácticas autoritarias del priísmo es que las segundas eran operadas con mayor perversión, refinamiento y sentido político. Pero, en el fondo, la criminalización por muestreo del perredismo michoacano no es diferente a las acusaciones infames montadas contra los presos políticos del 68, a las persecuciones echeverristas y lopezportillistas de dirigentes sociales, al quinazo salinista o a las órdenes de aprehensión dictadas por el zedillato contra reales o presuntos militantes zapatistas, con el panista Lozano Gracia como ejecutor.
Cuando ocupó la presidencia, Fox copió sin pudor ni astucia aquellas formas de hacer política: persiguió judicialmente a López Obrador y fabricó contra dirigentes de San Salvador Atenco y de Oaxaca unos delitos tan falsos que los acusados ya están libres.
La parcialidad de la procuración de justicia en tiempos de Calderón es escandalosa. La criminalización regular de opositores políticos y sindicales contrasta con la impunidad que se otorga a integrantes del gabinete y a gobernadores panistas sospechosos, por un sinnúmero de indicios, de múltiples acciones delictivas.
Las distorsiones judiciales para mantener el control político son uno de los elementos (además de la corrupción, la política económica depredadora, el manejo patrimonialista de los recursos públicos, el recurso al fraude electoral) que permiten afirmar que de 2000 a la fecha el único cambio experimentado por el régimen antidemocrático es de logotipos y colores. La resistencia al desgobierno panista es la expresión de una lucha más larga y de mayor aliento contra un grupo político, empresarial y mediático que controla el país y sus instituciones cuando menos desde 1988 y que incluye a los priísmos representados por Peña Nieto y Beltrones, al grupito gestor del calderonato, a la mafia gordillista y a delincuencias menos presentables. La pretensión de aliarse a una de ellas para cerrar el paso a otras equivale a hacer migas con el Cártel del Pacífico para enfrentar al del Golfo, como algunos sospechan que ha venido ocurriendo.
En esas andan, por cierto, Manuel Camacho, Jesús Ortega y sus seguidores (camachuchos, para abreviar): tratando de convencer a medio mundo de que para derrotar a Drácula hay que irse a la cama con el Hombre Lobo, o al revés; a lo que puede verse, ya se les olvidó que el objetivo principal era más bien demoler la casa de los sustos. Significativamente, sus aspavientos contra Peña Nieto son fingidos: la prueba es que, en su discurso, la figura central de enemigo no la ocupan el PRI y el mexiquense, sino López Obrador y el movimiento aglutinado en torno a él.
La descolocación es tan grotesca y obvia que parece fruto de una grave indigencia intelectual o bien de una transacción político-pecuniaria como las que documentadamente realiza el calderonato. Pero como uno queremos ser mal pensados, supongamos mejor que los camachuchos padecen de eso que se conoce como síndrome de Estocolmo y que consiste, para decirlo en lenguaje llano, en el cariñito y la complicidad que el rehén desarrolla hacia su secuestrador: en este caso, Felipe Calderón, principal responsable del golpe político-policial contra el perredismo conocido como michoacanazo.
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